Testosterona split

 

1948

El poeta, antes de asir el picaporte de la puerta, pasó revista a las citas del día: la panadería de Quico, la sastrería de Conrado, comprar donde los hermanos Escofet Altazor o el viaje en paracaídas, de Huidobro; visitar la tumba de su madre en el cementerio de la avenida Independencia; reunirse con su colega Mieses Burgos para continuar la discusión sobre Breton. Y al caer la tarde sentarse frente al mar, próximo a La cueva de las golondrinas, a repasar la teoría de Saint-Paul-Roux sobre la trascendencia de la esencia creativa sobre la materia. Sí, el poeta tenía fijada la frase le poète travaille, pero reconocía que las citas eran sólo excusas, rutinas mentales para el deleite de callejear, de vagar horizontal, vertical y paralelamente el paisaje urbano, siempre hecho de días, semanas, meses, años, lustros, décadas y siglos, en un existir adosado a las construcciones y ruinas. La ciudad, oyó decir a alguien (¿sería al escultor Manolo Pascual en una de sus charlas en la academia de Bellas Artes, o leyendo algún artículo perdido de Manuel Valdeperes?), no es más que una memoria de sueños, y él buscaba, al atravesar las calles, las manifestaciones que llenaban lo imaginario de algarabías y angustias. Por eso, al traspasar el pórtico de su hogar, la ciudad y sus calles se convertían para el poeta en vigorosas zambullidas dentro de los tiempos, transformando los refugios citadinos en úteros vigilantes conectados a la memoria secreta, justo allí en donde se conjugan las verdades y mentiras, las calumnias y desproporciones de los azares de la historia. El poeta sabía, asimismo, que su recorrido diario, rutinario, era la síntesis de una vida reducida al espasmo de la rememoración, al dorso adolorido de una moneda al aire, a un símbolo provisto de mitos y leyendas.